sábado, 16 de noviembre de 2013

Propiedad intelectual sobre las semillas en la Argentina: Debates (casi) ausentes, urgentes y necesarios

Por Tamara Perelmuter

1. Introducción
Es innegable que la biotecnología moderna y su inserción en el agro a través de las semillas transgénicas incentivaron la reformulación del sistema de propiedad intelectual en variedades vegetales. El asunto fue incluido en las negociaciones comerciales internacionales y regionales a impulso de las empresas con intereses en ese sector que persiguen una profundización de la protección que les garanticen mayor control y seguridad de retorno de sus inversiones. Este proceso viene de larga data, pero en los últimos años estamos siendo testigos de un nuevo estadío de profundización en los países de América latina.


En la Argentina las semillas transgénicas se introdujeron a comienzos de los años ´90 generando importantes transformaciones del modelo agroalimentario. El fomento de las pruebas de campo se inició en el año 1991 y la soja se liberalizó para el consumo en 1996 mediante la resolución Nº 16 de SAGPyA (Secretaria de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos). Estos cambios fueron acompañados con la eliminación de organismos estatales que brindaban ayuda financiera y técnica al sector y la creación en 1991 de instituciones que comenzaron a regular la biotecnología como la Comisión Nacional Asesora Bioseguridad Agropecuaria (CONABIA) y el Instituto Nacional de Semillas (INASE), rápidamente disuelto y vuelto a instalar en el año 2002. De manera paralela y en consonancia con los cambios ocurridos en la producción agraria, las leyes que regulan la propiedad intelectual en semillas (Ley de semillas y Ley de patentes), fueron modificadas para la misma época.

Desde 2003 existen intentos por transformar nuevamente la Ley de Semillas, con la intención de brindarle mayor certidumbre a las empresas recortando derechos de los productores. El 2012 fue una año con varias novedades al respecto. Por un lado, la empresa Monsanto anunció que se instalará en la provincia de Córdoba para construir una de las plantas “más grandes de América latina” en la localidad de Malvinas, a 12 km de la capital cordobesa. Por otro lado, la misma empresa presentó junto al ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, Norberto Yauhar, la nueva tecnología en soja Intacta RR2, que fue modificada genéticamente por Monsanto para lograr un cultivo que, como su antecesor, será resistente al glifosato (el más popular herbicida) y le agregará resistencia al ataque de insectos. Finalmente, en la misma conferencia, el ministro anunció que desde el gobierno nacional se está trabajando en una nueva Ley de Semillas para reforzar los derechos de propiedad intelectual de biotecnología agrícola.

Si bien no todos los actores involucrados en la temática participaron con la misma intensidad y legitimidad de la discusión, es importante destacar que ésta se insertó (por lo menos en parte) en el espacio público. Sin embargo, el eje del debate estuvo centrado casi exclusivamente sobre un solo elemento: el denominado uso propio de las semillas, pero solo en su articulación con el pago de regalías.

En este artículo me voy a centrar en analizar los antecedentes que llevaron a la discusión actual; al tiempo que indagar en algunos nudos problemáticos de lo que la propiedad intelectual en semillas implica, con el fin de echar luz a algunos temas que estuvieron ausentes en el debate.

2. La propiedad intelectual en semillas

Si bien el sistema internacional de propiedad intelectual data de fines del siglo XIX en la actualidad éste está adquiriendo nuevos significados (Zukerfeld, 2008). Esta tendencia se ha intensificado con la preponderancia que adquiere la biotecnología en los últimos años, donde los genes se presentan como mercancías que se insertan en el mercado (Rifkin, 1998; López Monja, Poth y Perelmuter, 2010).

En el caso específico de las semillas, hay dos formas de reconocer su propiedad intelectual: los derechos de obtentor (DOV) y las patentes de invención. Originalmente, las diferencias entre éstas eran marcadas y no podían dejar de obviarse al momento de la elección entre una u otra.

Hasta los años sesenta, los materiales vegetales utilizados para el mejoramiento genético eran de libre acceso. Este principio comenzó a resquebrajarse cuando la regulación en torno de la protección de derechos de obtentor en el nivel internacional se institucionalizó con el nacimiento de la UPOV (Unión para la Protección de variedades Vegetales). La versión 78 de UPOV contempla implícitamente el derecho de los agricultores. Esto implica que los agricultores, a excepción de su venta comercial, conservan el derecho a producir libremente sus semillas pudiendo utilizar el producto de la cosecha que hayan obtenido por el cultivo en su propia finca. Como contrapartida, el titular de una innovación no puede oponerse a que otro utilice su material para crear una nueva variedad ni puede exigirle el pago de regalías por esto. Es lo que se conoce como el uso propio de las semillas.

Hasta los años ochenta las patentes sobre organismos vivos no estaban permitidas. Sin embargo, el fallo Diamond-Chakrabarty de la Corte Suprema de Estados Unidos, que admitió una patente sobre una bacteria modificada capaz de separar los componentes de petróleo crudo, constituyendo una bisagra al delimitar lo que es patentable y lo que no. La decisión radicó en considerar a la bacteria en cuestión como una manufactura ya que su existencia se debía a una manipulación genética, en decir, a una invención del hombre (Pérez Miranda, 2002). De esta manera, se ha abierto un nuevo e inmenso campo para la propiedad intelectual desconocido anteriormente: la propiedad intelectual sobre formas de vida (Lander, 2006).

El alcance global de estas leyes es lo que les da a las empresas transnacionales un control económico extraordinario en los mercados, permitiendo recaudar derechos de uso de las nuevas tecnologías, a la vez que les permite imponer las condiciones para su acceso. Este es el motivo primordial por el cual las empresas vienen presionando para lograr una armonización internacional de la legislación de propiedad intelectual. Por un lado, y argumentando la insuficiencia del sistema de obtenciones vegetales para estimular las inversiones de alto riesgo y sosteniendo la necesidad de apropiación plena de procesos y productos, comienzan a ejercerse fuertes presiones para la modificación de UPOV en el camino de una mayor protección a la biotecnología. Finalmente, el acta se reformuló en 1991 recortando las excepciones del acta de 1978 que otorgaba algunos derechos a los nuevos fitomejoradores y a los agricultores.

Por otro lado, a partir de mediados de los años noventa, las transformaciones más profundas en relación a la propiedad intelectual comenzaron a realizarse a través de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Uno de los principales acuerdos introducidos en 1995, en el marco de la OMC, fue sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual que afectan al Comercio (ADPIC) que surgió como uno de los principales pilares de la Ronda de Uruguay. Procurando uniformar criterios de protección intelectual en el nivel mundial, ADPIC es el tratado multilateral más importante sobre la materia ya que es el único que cubre todo el espectro de protección de los derechos de propiedad intelectual. En relación con las patentes, el acuerdo representa una clara profundización en los intentos de apropiación ampliando el alcance de lo que se considera patentable.

3. ¿Qué pasa en la Argentina?

En la Argentina, los derechos de Propiedad Intelectual sobre las variedades vegetales se ejercen mediante los derechos de obtentor que están contemplados en la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas de 1973, cuya última modificación del reglamento data de 1991.

A diferencia de lo que ocurrió en la gran mayoría de los países latinoamericanos, en nuestro país fue posible proteger con derechos de propiedad intelectual las variedades vegetales muy tempranamente. Analicemos la forma en que se dio aquel proceso.

La Argentina se insertó desde sus inicios al capitalismo mundial sobre la base a sus tierras fértiles productoras de granos, cereales y ganadería por lo que la agricultura tuvo desde sus orígenes fuertes rasgos capitalistas fundamentalmente en la denominada región pampeana. (Flichman, 1977). Los cultivos agrícolas en esa región comenzaron en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras semillas que se utilizaron en el país provenían de importaciones hechas por los mismos agricultores inmigrantes, firmas privadas e instituciones oficiales sin mayor previsión técnica. Estas prácticas dieron lugar a la existencia de una gran variedad de semillas, integrada por poblaciones de diverso grado de heterogeneidad que se difundieron en distintas regiones sin ningún tipo o escasa intervención por parte de los gobiernos.

Con la contratación en 1912 del genetista inglés Guillermo Blackhouse, por parte del entonces ministro de Agricultura Dr. Adolfo Mujica comienza el proceso de mejoramiento varietal. Sin embargo, para ese entonces ningún marco legal regulaba esas actividades, normaba el comercio ni fijaba las pautas para la difusión o no de cultivares de acuerdo con su adaptación a las condiciones ecológicas o al comercio de granos en el país.

Esto cambió parcialmente en 1935 con la sanción de la Ley de Granos y Elevadores Nª 12.253 que a través de su capítulo de “Fomento a la Genética” proponía incentivar la adopción de semillas mejoradas y ordenar el mercado mediante un sistema de fiscalización de la producción y de la comercialización.

Las nuevas relaciones de producción instauradas en América latina a partir de la Revolución verde tuvieron su momento de institucionalización en la Argentina en 1956 con la creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Sobre la base de las Estaciones Experimentales del Ministerio de Agricultura, este organismo fue creado por el Estado nacional a los fines de impulsar la creciente tecnificación del sistema de producción agraria (Giarraca y Teubal, 2008).

Hacia finales de la década de 1960, las autoridades del sector agrícola, los funcionarios de la agencia estatal responsable de la certificación de semillas, los expertos técnicos del INTA y las semilleras expresaron la necesidad de contar con una "moderna" legislación para el mercado de las semillas (Gutiérrez y Penna, 2004). El interés de las empresas extranjeras en el mercado de semillas autógamas fue parte de la motivación para el cambio, ya que éstas no proporcionan a los obtentores el mismo tipo de protección natural que los híbridos.

El secretario de Agricultura y Ganadería de aquel momento, el Ing. Walter Kugler creó en 1970 una Comisión de Estudio para que elaborara un Proyecto de Ley de Semillas y de protección a la Crianza Fitogenética y sus decretos reglamentarios. La Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas N° 20.247 se promulgó finalmente en 1973. Su objeto según el artículo 1, es la promoción de una eficiente actividad de producción y comercialización de semillas para asegurar a los productores agrarios la identidad y calidad de la simiente que adquieren y proteger la propiedad de las creaciones fitogenéticas.

Según esta normativa, toda aquella semilla que se comercialice tiene que estar debidamente rotulada. Se establecen dos clases de semillas. Por un lado, las identificadas que son aquellas que deben estar rotuladas pero que no tienen propiedad privada y son de uso público. Por el otro, las fiscalizadas que, además se encuentran sometidas a control oficial durante las etapas de su ciclo de producción y son propiedad de quienes las registren como propias en el Registro Nacional de Cultivares (Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas, Art.21). Se eliminó la semilla común que al no tener exigencia de rotulación, se consideraba que no brindaba suficientes garantía de calidad (Díaz Ronner, 2004).

Asimismo, y en relación al uso propio de las semillas, reconoce que “no lesiona el derecho de propiedad sobre un cultivar quien reserva y siembra semilla para su propio uso” (Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas, Art.27) a la vez que declarara que, “(…) la propiedad sobre un cultivar no impide que otras personas puedan utilizarlo para la creación de un nuevo cultivar, el cual podrá ser inscripto a nombre de su creador sin el consentimiento del propietario de la creación fitogenéticas que se utilizó para obtenerlo, siempre y cuando esta última no deba ser utilizada en forma permanente para producir a nuevo” (Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas, Art. 25).

Ahora bien, a pesar de la promulgación y reglamentación de la Ley de Semillas en la década de 1970, los derechos de propiedad intelectual sobre variedades de plantas tuvieron poco eco hasta finales de los años de 1980 (Brieva, Ceverio e Iriarte, 2008). Y ya entrada la década de los ´90, las compañías de semillas y algunos Estados del Norte (sobre todo Estados Unidos) comenzaron a ejercer presión para que el país se adecuara a los nuevos marcos internacionales de propiedad intelectual, y por tanto, modificara la legislación local.

A esto, hay que sumarle la consolidación del modelo agrario iniciado con la Revolución Verde que se dio durante los años ´90 con la entrada de las semillas transgénicas.

El decreto de desregulación económica (1991) influyó sobre la actividad agropecuaria, sobre los precios de su producción y los insumos necesarios. Fue en ese contexto que se dio la inserción de los OVGM en la Argentina, más concretamente, en la soja transgénica. El fomento de las pruebas de campo se inició en el año 1991 y la soja se liberalizó para el consumo en 1996 mediante la resolución Nº 16 de SAGPyA (Secretaria de Agricultura Ganadería, Pesca y Alimentos). Estos cambios fueron acompañados con la eliminación de organismos estatales que brindaban ayuda financiera y técnica al sector y la creación en 1991 de instituciones que comenzaron a regular la biotecnología como la Comisión Nacional Asesora Bioseguridad Agropecuaria (CONABIA) y el Instituto Nacional de semillas (INASE) rápidamente disuelto y vuelto a instalar en el año 2002.

En relación con la propiedad intelectual, se dieron una serie de reformas cuyas principales novedades fueron:

- El decreto 2.183 de 1991 que modificó el Reglamento de la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas. En el mismo, se menciona como argumentos para su modificación ” (…) la necesidad de reorganizar y fortalecer las funciones de control vegetal de la producción agrícola nacional, en especial la destinada a mercados externos, obtener una mayor participación en el mercado internacional de semillas. Que, el nuevo decreto, debe adecuarse las reglamentaciones vigentes a los acuerdos y normas internacionales que aseguren un efectivo resguardo de la propiedad intelectual, para brindar seguridad jurídica necesaria para el incremento de las inversiones en el área de semillas. Que se incorpora la experiencia acumulada desde la entrada en vigencia de la ley en 1973, y de un vocabulario acorde con el avance tecnológico en la materia”.

- La Ley 24.376 de 1994 que ratificó el Convenio de la UPOV en su versión de 1978. - La Ley 24.481 de 1995 mediante la cual el Congreso Nacional aprobó la nueva ley de patentes de la Argentina (Ley de Patentes de Invención y Modelos de Utilidad). Esta fue una respuesta al hecho de tener que adaptar nuestro cuerpo legal a los requerimientos de ADPIC y permite las patentes sobre genes y microorganismos transgénicos.

- Resolución 35 de 1996 que fue promulgada por el INASE con el fin de especificar restricciones sobre el derecho de los productores rurales para guardar semillas. Sin embargo, la legalidad de algunas disposiciones de la presente norma fue cuestionada por las organizaciones de productores rurales y expertos en propiedad intelectual, debilitando así su aplicación.

Asimismo, desde 2003 se vienen suscitando una serie de iniciativas gubernamentales tendientes a la modificación de la legislación de semillas (Casella, 2005). Esto se visualiza en las tentativas de adherir a UPOV 91 para lo cual debería modificarse la Ley de semillas para ser adaptada al nuevo marco internacional. Si bien durante 2002, 2003 y 2007 se habían elaborados varios proyectos de ley, estos no habían prosperado.

En 2012 el ministro de Agricultura Norberto Yauhar dijo en un comunicado que el país ha decidido “avanzar con un proyecto de Ley de semillas, como corresponde en un país que aspira a ser líder en la producción de alimentos, y que busca proteger la propiedad intelectual en el proceso de desarrollo”. Se inició así un proceso de negociaciones en el marco de la CONASE (Comisión Nacional de Semillas) del que participaron miembros de organismos públicos (INTA, INASE, Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca), del sector privado (ASA, Cámara Argentina de Semilleros Multiplicadores CASEM, AACREA, Asociación de Productores de Siembra Directa AAPRESID) y de las entidades de productores agrarios (FAA, SRA, Coninagro y CRA).

El nuevo texto tuvo desde el primer momento la opinión favorable de la industria semillera, de la AAPRESID y también de la AACREA, de la Sociedad Rural Argentina, de CRA y de Coninagro, aunque estas últimas con algunas objeciones. La Federación Agraria, en cambio, formuló su rechazo y se retiró de la mesa de negociaciones. Otros actores vinculados con las semillas, como las organizaciones campesinas e indígenas, o aquellas relacionadas con la denominada agricultura familiar no fueron consultados ni incorporados formalmente al debate. Para fines de 2012, las negociaciones estaban estancadas.

Según se pudo consignar en algunas de la versiones del anteproyecto, al igual que la versión actualmente vigente, condensa en un mismo cuerpo legal todo lo referido con la producción, certificación y comercialización de semillas por un lado; y la protección de la propiedad intelectual en semillas por el otro. Una de las consecuencias más importantes que tendrá es el impacto directo en los derechos de los productores agrarios a guardar, conservar, intercambiar y reproducir sus propias semillas ya que la nueva legislación apunta a reglamentar y restringir el “uso propio” remarcando que solo podrán hacer uso de esta prerrogativa los denominados “agricultores exceptuados”, quienes deben estar debidamente inscriptos en el “Registro Nacional de Usuarios de Semillas”.

4. Incidencias de la propiedad intelectual en las semillas

Durante 2012, como nunca antes, el debate en torno de la propiedad intelectual trascendió las instancias cerradas donde se venía discutiendo. El debate, sin embargo, estuvo centrado casi exclusivamente sobre un eje: el uso de las semillas y su relación con el pago de regalías.

En este apartado, analizaré cinco nudos problemáticos del debate que estuvieron ausentes o se dieron de forma parcializada.

4.1. Control de la alimentación: concentración y regalías

Las posibilidades abiertas por la biotecnología han favorecido la concentración de capitales en empresas transnacionales a través de los procesos de fusiones y adquisiciones, lo que se refuerza con el patentamiento, que es lo que eleva las barreras de entrada a un mercado que ya se encontraba altamente concentrado pero con alguna participación de pequeñas y medianas empresas semilleras. De esta manera, el patentamiento y concentración se transformaron en dos caras de un mismo proceso.

La propiedad intelectual (sobre todo las patentes, pero también los DOV) anuló progresivamente la posibilidad de que pequeñas y medianas empresas semilleras se mantuvieran en el mercado y son solamente las grandes empresas transnacionales las que acceden al mismo. Shiva (2003) sostiene que el número de sociedades independientes en el mundo que producen semillas se redujo drásticamente en los últimos decenios a causa de la extensión de la protección sobre variedades vegetales y por la disponibilidad de los tribunales estadounidenses de extender el patentamiento hacia seres vivos. Los patentamientos son usados, de esta manera, como instrumentos para el control del mercado, impidiendo el ingreso de otras empresas y de la difusión del conocimiento.

Por otro lado, el patentamiento de las semillas implica el pago de regalías. Cabe destacar, que en el ejercicio del monopolio concedido por los derechos de propiedad intelectual, las empresas semilleras desarrollan una tendencia a explotar el mercado al cobrar precios más elevados.

En el caso de la Soja RR, la semilla como el glifosato Roundup son producidos por Monsanto. Sin embargo, la empresa transnacional nunca la patentó ni la registró bajo derecho de obtentor, por lo que quedó en dominio público y se difundió masivamente (Correa, 2006). La ventaja para la empresa fue que ella vende también el herbicida (glifosato) al que la semilla de soja es resistente. En el año 2002, luego de que se le venciera la patente del glifosato, la empresa comenzó a ejercer intimidaciones a los productores por el supuesto uso ilegal de las semillas, amenazando con salir del mercado
argentino y cobran regalías en los puertos de destino de exportación de la soja de aquellos países donde sí tienen la patente (Teubal, 2006; Correa, 2006). El Estado argentino fue a juicio internacional con la empresa y en 2010, la Suprema Corte de Justicia de la Unión Europea dictaminó a favor de la Argentina (Premici, 2010).

Asimismo, y contemporáneamente a los reclamos de Monsanto, la discusión sobre las regalías tomó varios tamices. Por un lado, la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos (SAGPyA) presentó una propuesta de elaboración de una regalía global o Fondo Fiduciario de Compensación Tecnológica e Incentivo a la Producción de Semillas conformada por una tasa a la venta de cosecha destinada a compensar a los obtentores (Teubal, 2006). Por otro lado, desde la Asociación Argentina de Protección de las Obtenciones Vegetales (ARPOV) se intentó legalizar el cobro permanente por el uso de las semillas mediante una modalidad de comercialización denominada regalía extendida.

Mediante la misma, se buscaba que la regalía propia del licenciamiento para la producción y comercialización de semillas, se extendiera también a las sucesivas siembras que el agricultor realice con semillas de su propia cosecha. Sin embrago, la poca fuerza con la que contó la propuesta hizo que no haya sido implementada (Casella, 2005).

4.2. Pérdida de autonomía de los productores respecto a sus propias semillas

Otra de las consecuencias de las transformaciones en las legislaciones que protegen las semillas, es el impacto directo en los derechos de los productores agrarios a guardar, conservar, intercambiar y reproducir sus propias semillas ya que existe una tendencia cada vez más acuciante a que ellos pierdan el control sobre el primer eslabón de la cadena alimentaria. Esta situación comenzó a vislumbrase con la introducción de las semillas híbridas al crear la obligación de tener que comprar la semilla año a año (para no correr el riesgo de obtener variedades de menor rendimiento) transformando a los agricultores en un mercado cautivo para las empresas. Esta situación se incrementó más tarde con la introducción de las semillas transgénicas llevando a que los productores ya no puedan reproducir tan fácilmente sus semillas y deban adquirir los insumos necesarios para la producción.

Desde que apareció la agricultura, el productor agropecuario se proveía a sí mismo de la semilla para el año siguiente. Sin embargo, la industria semillera durante mucho tiempo, cuestionó duramente la libre utilización por parte de los agricultores de las semillas reservadas de su cosecha para la nueva siembra. Para este sector, esta práctica viola sus derechos de propiedad intelectual sobre la variedad sembrada. Su búsqueda, estuvo orientada a impedir esa reutilización, o al menos limitarla lo más posible mediante el pago de regalías compensatorias por las bolsas de semillas propias reservadas. Muchas más críticas aún recibió el intercambio de semillas entre productores identificado por las empresas como la causante de un incontrolable mercado ilegal de semillas conocido vulgarmente como bolsa blanca.

Lo que antes era aceptado casi sin cuestionamientos, comenzó a partir de comienzos de los años noventa a sufrir los embates de los intereses económicos que reclaman cada vez con mayor fuerza, por vía de los sistemas de propiedad intelectual y el endurecimiento de las leyes de semillas, una protección más amplia. De esta manera, varias actividades que forman parte de las diversas tradiciones de sistemas de semillas diversificadas, se tornan ilícitas si se aplican las estrictas normas de las nuevas leyes de semillas y las legislaciones de propiedad intelectual.

4.3. De la diversidad genética a la homogenización: los procesos de erosión genética La propiedad intelectual aplicada a las semillas tiene consecuencias importantes para la conservación de la biodiversidad y el cuidado del medioambiente, generando un proceso de erosión genética. Esta se da, por un lado, por las maneras en que afecta a la biodiversidad el hecho de implementar sistemas de producción uniformes y concentrados y, por el otro, por la pérdida de acceso a los recursos genéticos privatizados y su apropiación por parte de las empresas.

La propiedad intelectual fortalece los incentivos para el desarrollo comercial de plantas, desviando inevitablemente los esfuerzos hacia el desarrollo de variedades que tengan el máximo potencial mercantil. Esto implica que las empresas de semillas obtienen un mayor beneficio con variedades protegidas que con variedades tradicionales no protegidas, al tiempo que los cultivos sin demanda mercantil pero que son adaptables a características ambientales locales específicas o que son más apropiados a las necesidades de los pequeños agricultores, corren el riesgo de ser desechados y como su ventaja comparativa es menor, abandonados. De esta manera, se sustituyen paulatinamente variedades vegetales generadas ancestralmente por campesinos y comunidades indígenas que poseen una alta diversidad genética, por aquellas producidas por las de las empresas de manera industrial, en laboratorios y con un alto grado de uniformidad.

Por otro parte, los criterios mismos de los DOV conducen a la erosión genética ya que para la protección de una variedad se requiere que estas sean nuevas, distintas, uniformes y estables (Khor, 2003). Dado que solo se otorgan si la variedad es uniforme genéticamente, automáticamente se limitan los tipos de semillas que pueden comercializarse y quién puede comercializarlas.

En relación con el segundo elemento mencionado, podemos visualizar cómo la propiedad intelectual lleva a la apropiación del material genético por parte de empresas. Estas se apoyan en los conocimientos de las comunidades indígenas y campesinas para llevarlos a prueba a los laboratorios y concluir que se trata de un invento (Gutiérrez, 2002) generando un acto de biopiratería. De esta manera, en los últimos años son muchas la semillas, plantas y conocimientos tradicionales asociados con ellos que han pasado a formar parte de invenciones protegidas legalmente por patentes u otros derechos de propiedad intelectual.

4.4. Consolidación del saber occidental y no reconocimiento de los conocimientos tradicionales

Con el nuevo paradigma científico, tecnológico, institucional y productivo instalado en la agricultura, el conocimiento se ha conformado en una mercancía de alto valor agregado plausible de ser apropiado y protegido. Bajo esta lógica, se asume que hay un solo tipo de conocimiento, aquel que puede ser protegido bajo la propiedad intelectual: el saber occidental y moderno. Esta cosmovisión pregona una concepción unilateral de dominio sobre la naturaleza por lo que asume que es posible la creación de nuevas formas de vida que pueden ser convertidas en mercancías.

Un tema importante a destacar, es la definición de innovación que subyace a todas las legislaciones que regulan el tema de la propiedad intelectual. En este sentido, se trata de una definición de la innovación donde lo que prevalece es la perspectiva industrial de innovadores profesionales con fines comerciales y donde no se aprecia la utilidad de una variedad vegetal desde la perspectiva de los agricultores (Shiva, 2001).

4.5. El avance sobre el patentamiento de la vida

Desde muchos sectores, se vienen haciendo llamados de atención acerca de los dilemas éticos que involucra el hecho de tratar al material vivo de la naturaleza como propiedad privada plausible de ser patentada y de tener dueño. A partir de la modalidad que fueron adquiriendo las patentes del área biotecnológica, el límite entre invención y descubrimiento se ha vuelto difuso. Esto lleva a que cobren fuerza las solicitudes tendientes a la apropiación de materia existente en la naturaleza produciendo un desplazamiento y ampliación en el significado mismo de lo que se entiende por propiedad intelectual y su ámbito de aplicación.

Tal como remarca Bartra (2001: 20-21), “Si en los siglos XVIII, XIX y XX un gran conflicto fue el destino de la renta capitalista de la tierra y de los bienes del subsuelo, a fines del siglo pasado y en el presente, la rebatinga es por la renta de vida. Y en todas las épocas los grandes perdedores son las comunidades campesinas e indígenas ya que, (…) si el monopolio sobre la tierra y sus cosechas dio lugar a rentas colosales generadas especulando con el hambre, la usurpación de la clave genética de la vida es una fuente aún más grande de poder económico, pues pone en manos privadas la alimentación, la salud y cerca de la mitad de los procesos productivos”.

5. Algunas reflexiones finales…

Desde el nacimiento de la agricultura hasta no hace mucho tiempo, los productores agrícolas obtenían su propia semilla y confiaban más en la propia que en cualquier otra. La selección y mejora estuvo siempre en las manos del agricultor, quien recurrentemente guardaba e intercambiaba con otros productores, distintas semillas para las siguientes estaciones. El proceso de manejo de la propia semilla por parte del agricultor comenzó a revertirse en muchas regiones, a comienzos del siglo XX con la llegada de las semillas híbridas y su consumación llegó luego de la Segunda Guerra Mundial con la Revolución Verde.

La aplicación de la biotecnología dio un paso más en este sentido en tanto constituye un factor central para la instauración de nuevas formas de indagación científicas regidas por la lógica del mercado y consolidadas por la figura de la propiedad intelectual que transforma a las semillas y sus conocimientos asociados, en productos con valor agregado, plausibles de ser protegidos y apropiados por parte de las empresas biotecnológicas transnacionales. La diferenciación entre descubrimiento e invención que había impedido que la vida pueda ser patentada, se ve desdibujada ante los avances de la ingeniería genética.

De esta manera, los derechos de propiedad intelectual han sido reforzados en todos los acuerdos y tratados internacionales. Argentina, como vimos, no es una excepción.

Las semillas transgénicas en ese país se introdujeron a comienzos de los años 90 generando importantes transformaciones del modelo agroalimentario. La producción y la comercialización de la soja transgénica, principal exponente de este proceso, se legalizó en 1996 y desde entonces su expansión ha sido vertiginosa. La ausencia de patentamiento de la semilla producida por la transnacional Monsanto, permitió que quedara bajo dominio público mientras un difuso marco normativo, que controla la producción, ventajas comerciales para importar tecnología y bajos precios para el glifosato, propiciaron un terreno fértil para que se disparara el boom sojero.

De manera paralela y en consonancia con los cambios ocurridos en la producción agraria, las leyes que regulan la propiedad intelectual en semillas (Ley de semillas y Ley de patentes), fueron modificadas para la misma época. Asimismo, desde 2003 existen intentos por transformar nuevamente la Ley de Semillas, con la intención de brindarle mayor certidumbre a las empresas recortando derechos de los productores. Durante 2012, esta discusión dio un salto importante cuando un anteproyecto elaborado desde el Ministerio de Economía comenzó ser a ser discutido en el marco de la CONASE (Comisión Nacional de Semillas).

Si bien los planes no salieron tan simples como pensaban y la ley aún no entró al congreso para su tratamiento, el tema tomó cierto estado público y permitió que entraran a la discusión (aunque de manera tangencial) actores que no lo habían hecho hasta aquel momento. El principal (y casi único) eje del debate en la mesa de negociaciones y en los medios masivos de comunicación, estuvo centrado en la discusión respecto del uso propio de las semillas por parte de los agricultores y su relación con el pago de regalías.

Sin embargo, hay varios elementos que no estuvieron en el debate “oficial”, pero si fueron introducidos por otros actores.

En primer lugar, aparece la situación de las semillas criollas y nativas, ya que la ley no hace una distinción respecto a la diferencia entre estas y las semillas mejoradas (tanto híbridas como transgénicas), y por ende todas entran dentro de las prerrogativas de legislación. Tal como recalcan desde la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria, “(…) Las semillas criollas, nativas o locales en manos de los agricultores y agricultoras, que actualmente no están alcanzadas por las limitaciones del uso propio y pueden utilizarse libremente, pues no se encuentran protegidas por derechos de obtentor, también estarían en adelante más fuertemente incorporadas al régimen de propiedad y control. La actual ley, mucho más la propuesta de modificación – en concordancia con el objetivo de regular la producción y el comercio de cualquier semillas – prohíben su difusión (venta, canje, etc.) penalizando la libre circulación y el libre intercambio (CALISA, 2012).

Esto nos lleva al segundo elemento invisibilizado durante el debate, que es la política en torno a la fiscalización de las semillas y su relación con penalización. La nueva legislación se plantea avanzar más en torno a esto al plantear que alguien que use una semilla sin la autorización de quien detenta el derecho de propiedad intelectual puede ser penalizado hasta el grado de quedar excluido de la lista de inscripción como agricultor. De esta manera, sólo existe aquello que esté registrado o protegido con derecho de obtentor. No existe la posibilidad de, no sólo la comercialización, sino el intercambio de la semilla por fuera de ese circuito. Todo lo que no está registrado se vuelve ilegal. Y eso ilegaliza a parte de las semillas que forman parte de nuestra diversidad agrícola y a parte de los productores del país.

Finalmente, lo que no estuvo ni está en discusión es la necesariedad de la propiedad de las semillas. Asimismo, y ante la posibilidad de patentarla, se está transformando el sentido mismo del término semilla. Mediante la biotecnología y la inserción de OVGM, la propensión es a que no puedan reproducirse sino que, para iniciar un nuevo ciclo agrícola se deben comprar a los monopolios que las producen. Para las grandes empresas y para las legislaciones que las amparan, se trata de invenciones. Así, con la imposición de derechos de propiedad intelectual sobre semillas, la tendencia es a que los agricultores se transformen en simples arrendatarios del germoplasma que poseen las empresas biotecnológicas. Las semillas convertidas ya en mercancías, se constituyen en verdaderos productos de la industria al tiempo que se vuelve crucial el poder que otorgan sobre todo lo demás. Ya que controlar las semillas es controlar la reproducción de la vida.


Fuente: ARGENPRESS.info

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